domingo, 11 de octubre de 2009

Alberto

Alberto era mi amigo.

Toda la vida fuimos muy amigos, toda la vida compartimos juntos cada pan que teníamos pero siempre sucedía algo que nos llevaba a que nos separásemos.

-Nuestro camino es luchar por “ser” en este mundo vacío- me decía.

La primera vez ocurrió en el gueto de Varsovia, teníamos el abrazo metido en el cuerpo y en el alma, cada palabra que decíamos era la nuestra.

Cuando llegamos al puesto de control militar nazi, sabíamos que nos habíamos encontrado con el límite.

El se acercó a los soldados y les mostró su identificación.

-Soy ario- les dijo. La barrera se abrió solo para él. Caminó de espaldas a mí hasta llegar a la calle, se dio vuelta y me sonrió y yo lo saludé moviendo ambos brazos, mientras él colocaba su mano sobre sus labios dándoles pequeños besos que me extendía hacia el aire que nos separaba y sabía que yo no podría acompañarlo.

Es que en aquel entonces yo era judío.

La segunda vez nos ocurrió en Sudáfrica. El había entrado en el batustan de Zululand. Cuando nos vimos, volvimos al abrazo que teníamos, felices por el reencuentro y por saber que habíamos sobrevivido al horror de la guerra mundial.

Como si se tratara del mismo pan, comimos juntos en la aldea, recordando las historias del pasado que compartimos y las que vivimos al separararnos.

Era nuestra historia todo el mundo, todo el mundo hasta que llegamos al control militar impuesto por el apartheid.

El volvió como aquella vez a acercarse a los soldados para mostrar su identificación que ya estaba en su propia piel.

-Soy blanco- les dijo, y yo volví a quedarme para verlo, como se alejaba arrojando los mismos besos que atrapaba con mis manos, teníamos los mismos ojos de la otra vez, metidos en la misma película del adiós.

Es que en aquel entonces, yo era negro.

La tercera vez nos ocurrió en Israel. El vino a la ciudad de Nablus, donde yo vivía. Cuando nos vimos, otra vez lo que teníamos se nos metió en el abrazo y el pan siguió siendo el mismo de siempre y las narraciones tenían nuestras vidas tan unidas y tan separadas mientras lentamente la calle nos iba llevando al mismo lugar de siempre, al mismo punto y aparte de las otras veces.

El mismo mundo que parecía nuestro se conducía, esta vez, al control militar del muro y el chekpoint.

El volvió como en las otras oportunidades a sacar sus pasaportes a los mismos soldados, nos dimos cuenta de todo el tiempo que había pasado, cuando notamos que ahora, eran más jóvenes que nosotros.

-Soy judío- les dijo y yo volví como en las mismas otras veces a repetir el mismo ritual de nuestras despedidas anteriores, casi como en un mismo escenario teatral, de una misma función repetida hasta el infinito.

El dándome besos y yo agitando los brazos como una paloma que intenta alzar vuelo buscando un cielo para que el abrazo siga allí, para que no se vaya, pero yo no podía salir y él otra vez se fue.

Es que en aquel entonces yo era palestino.

La última vez lo vi. en la frontera entre México y los Estados Unidos y todo se repitió del mismo modo, solo que en una geografía diferente.

No existía ninguna mirada que pudiera seguir el fin de aquella muralla que divide a los dos países y otra vez, el y yo, bastante cerca del final de nuestras vidas, sabiendo ya que estábamos en el umbral de los años y que no existiría otro retorno a la misma escena de siempre .Los dos lo sabíamos.

Ya sabia que después de los abrazos el iba a sacar su carta.

Sabia que el iba a decirle lo que “el era” a aquellos señores de las armas, al mundo entero y a mi mismo, como hacia siempre.

Por eso esta vez, lo tome a Alberto fuertemente de ambos brazos y lo mire como nunca lo había echo en toda mi vida y le dije.

-"Yo soy solo un ser humano" y el dia que pase cuando otros no pueden hacerlo voy a dejar de serlo.A mi me alegra mucho que vos puedas decir que “sos algo”

-Yo nunca voy a poder “ser algo” que me separe de los otros”.=

No hay comentarios:

Publicar un comentario