lunes, 21 de septiembre de 2009

ENTREVISTAS: ANA CACOPARDO

Esa mirada

“Caí por robar vacas y caballos cuando tenía 15 años. Un tipo me dijo que ahora tenía que ser su “mujer”, concretamente que me bañara y fuera para la celda. Me acerqué al carcelero y le planteé la situación. Me contestó que no podía hacer nada, que eran las reglas de la cárcel, que eligiera entre ser la “mujer” de un preso o de todo el pabellón. Otro preso que escuchaba me llamó y me dijo: mirá, no son esas las únicas opciones, y me dio una faca, el famoso cuchillo carcelario. Me acerqué al tipo por la espalda y le di seis o siete puñaladas, lo maté en ese lugar. Después tuve que hacer lo mismo con otros dos compañeros suyos y de esa forma obtuve el respeto. En la cárcel aprendí a matar, a robar, a secuestrar, a traficar y me convertí en el peor de los presos, en el peor de los seres humanos». Con este testimonio de Ramón Solari –aún en el encierro–, comienza Ojos que no ven, el largometraje dirigido por Ana Cacopardo y Andrés Irigoyen, ganador del XI Festival de Cine y Derechos Humanos de América Latina y el Caribe, realizado recientemente en Buenos Aires.

Cacopardo es también directora ejecutiva de la autónoma y autárquica Comisión por la Memoria y su Comité contra la Tortura de la Provincia de Buenos Aires. Allí, junto con el Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, entre otros, batalla contra la violación de los derechos a las personas privadas de su libertad en ese distrito. Precisamente desde esta función sus singulares ojos celestes eligieron una mirada profunda para interpelar a la invisibilización o banalización de las calamidades que se perpetran tras los muros y las rejas, y que otros ojos prefieren eludir. En la premiación el jurado de la competencia oficial, integrado por Jorge Denti, Cristian Calónico, Stefan Kaspar, Alejandro Sammaritano y Susana Sel, afirmó que se han destacado la sensibilidad y el compromiso social con los cuales Cacopardo e Irigoyen describen la situación del sistema carcelario argentino y latinoamericano. Pero a la vez, Ojos… obtuvo el premio del público que, en este caso, estuvo compuesto por mujeres detenidas en la cárcel de Ezeiza.

Como realizadora, ya había filmado Cartoneros de Villa Itatí, junto con Eduardo Mignogna y otros, con el que ganó el premio al Mejor documental y al Mejor film del X Festival Latinoamericano de Video (Rosario 2003) y Mejor película del V Festival Nacional de Cine y Video Documental (Buenos Aires 2003). También, con Un claro día de justicia, film que narra el juicio al represor Miguel Etchecolatz y la desaparición de Julio López, obtuvo el primer premio del IXº Festival de Cine de Derechos Humanos (Buenos Aires 2007).

Formada como periodista en la Universidad Nacional de La Plata, tomó cursos de producción y realización en la Televisión Española y en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Condujo el ciclo de biografías Historias debidas, emitido por Canal 7 y luego por la señal Encuentro. Este programa la consagró como entrevistadora en base a su particular estilo en el género.

Aunque sus actividades son diversas, la periodista sostiene que el tema del encierro la desvela. Si al decir de Albert Camus, una sociedad debe juzgarse por el estado de sus prisiones, Ana Cacopardo indica que «la sociedad argentina se halla en serios problemas, porque allí son despositados para su segregación, neutralización o aniquilamiento los sectores considerados “sobrantes”, “excedentes” de un capitalismo que los despoja de su entidad humana en el último bastión de la exclusión y la miseria».

–¿Cómo llegó a investigar lo que sucede en las cárceles?

–Mi primer contacto fue en el año 2006, cuando la Comisión por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, a través de su Comité contra la Tortura, empieza a hacer inspecciones sistemáticas a las prisiones bonaerenses. Yo era directora ejecutiva de la Comisión y acompañaba esas auditorías, que nacían de un diagnóstico certero: la violación masiva de derechos en los ámbitos de detención. Había que ejercer un control social, y para eso, las inspecciones debían ser sorpresivas. No teníamos, claramente, un amparo legal para hacerlo, sólo la decisión y la certeza de que era necesario. Sucedía por entonces que las cárceles tenían la fisonomía que tomaron después con las llamadas «leyes Ruckauf» y «leyes Blumberg», que endurecieron fuertemente la legislación de excarcelaciones, con lo cual las prisiones estallaban, los niveles de hacinamiento no tenían precedentes, las condiciones realmente ofendían la dignidad humana y fue muy impactante recorrer esa cárcel, entrar a los buzones (celdas de castigo), entrar a sanidad, sentarte en una cama y charlar con los pibes.

–Concretamente ¿cuál fue el cambio en la cantidad de detenidos?

–Fue escandaloso, particularmente en la provincia de Buenos Aires. Pasamos de 15.000 detenidos a superar los 30.000 al finalizar la gestión de Ruckauf. Y hoy parece que el reloj atrasara. En diciembre del año pasado se vuelve a aprobar una reforma al Código Penal Procesal que endurece las excarcelaciones y ya la población carcelaria trepó a las cifras de la época pos Ruckauf de 2004/2005.

–¿Cuál es el principal problema que usted registró en las prisiones?

–La violencia estructural es el elemento que define y organiza la lógica del sistema penitenciario. Según la Constitución, la única condena a un detenido es la privación de la libertad, todo lo demás son violaciones a los derechos humanos, actos degradantes a los que ninguna persona debe ser sometida y, sin embargo, son hechos cotidianos. Desde la situaciones más básicas de no acceso a la educación y a la alimentación hasta tener intimidad, a hacer tus necesidades sin que otro te esté viendo. Vos tenés derecho a no ser violado. A que no te torturen ni te humillen agentes del propio servicio penitenciario. A que no se desaliente las visitas de tus familiares con requisas invasivas y esperas extensas unidas al maltrato. A que el penitenciario no se cruce de brazos viendo cómo dos detenidos se matan en una pelea que probablemente se inició porque uno de los presos es un «cochebomba». El término «cochebomba» en la jerga carcelaria se usa para referir a un detenido que en acuerdo con el servicio penitenciario «explota» contra otro, lo ataca.

–O sea que desde su visión no existen posibilidades reales de resocializar…

–El mito de la resocialización tenemos que abandonarlo definitivamente. La cárcel no busca resocializar, no busca reeducar, es el último bastión de la exclusión, el último y el más terrible, que empezó mucho antes, afuera. Pero ahí, adentro, se consagra una situación que desdibuja lo humano y hasta llega a aniquilarlo. Abandonemos el mito de la resocialización porque la función de la cárcel hoy es segregar, neutralizar o eliminar a las poblaciones sobrantes. Así lo explican Alcira Daroqui y otros importantes sociólogos foucaultianos (por Michel Foucault). Después, si vos me decís, «¿por qué esa mirada?, en la cárcel también hay gente que termina los estudios, hay talleres, experiencias interesantes». Sí, por supuesto, eso también, pero ¿cuánta población carcelaria tiene acceso a la educación, y cuánta es la que puede seguir estudiando de verdad dos meses después? ¿Cómo estudiás cuándo te trasladan de un lugar a otro?, ¿cuando ni siquiera podés dormir tranquilo, porque lo hacés con los ojos abiertos esperando un ataque sorpresivo, en una situación de estrés o pánico permanente? En 2007 hubo 102 muertos y en 2008, 112 en las cárceles de la provincia. A las muertes violentas, se le suman los decesos por desatención médica, por abandono de persona. Por sida ni hablar, porque no se sabe cuántos son los casos reales, la tuberculosis no se trata... Entonces, cuando el certificado dice que alguien murió de «paro cardiorrespiratorio», esconde datos de relevancia y así se enmascara la violencia estructural.

–¿De qué modo analiza políticamente esta realidad?

–En la Argentina se viene consolidando un proceso de exclusión social, el modelo que empezó a gestarse en la dictadura y que no necesitó del terrorismo de las armas durante el menemato, nos dejó una sociedad distinta. Habitan las cárceles los pobres, los morochos, los jóvenes, con las excepciones que lo confirman. Son hijos y nietos de los 90, cuando una generación empieza a perder empleo estable y otras seguridades y sus hijos pierden toda vinculación con el mundo del trabajo y otros mundos. La dictadura apuntó claramente a un grupo definido en términos políticos que había que eliminar en nombre de un orden occidental y cristiano perpetrado por el Estado terrorista con determinado consenso social. Si pensamos eso en el tiempo histórico actual, la sensación que tengo es que empieza a consolidarse bajo el paradigma de la «seguridad ciudadana» un peligroso concepto de aniquilación del otro. Me produce una gran preocupación el «sentido común», de cierta opinión pública, que apunta nuevamente a consolidar la idea de que hay un sector descartable, una población que hay que eliminar.

–¿Cómo define el tipo de entrevistas que realiza en Historias debidas?

–Me interesa la entrevista de fondo, la que intenta asomarse al mundo del otro. Por eso hago un ciclo como este, que ya tiene casi 10 años en pantalla. Hicimos personajes bien distintos porque lo que fundamentalmente nos interesa es la condición humana y, por supuesto, la memoria colectiva. Esa posibilidad extraordinaria que un trayecto de vida tiene para explicarnos un momento de la historia. Se trata de mujeres y hombres representativos de la cultura popular, de organizaciones sociales, desde Eduardo Galeano y Pérez Esquivel, hasta Sabina Sotelo, Houseman, Acavallo y el dueño de «Bolichón con historias» de Berisso. Este hombre, un laburante del Swift, fue parte del sindicato de la carne, y gestionaba un barcito de la calle Nueva York en Berisso, donde se cantaba tango y se recuperaban una serie de tradiciones del encuentro en una calle que tuvo una historia muy ligada al nacimiento del peronismo. Destaco especialmente los programas que hicimos con Hugo Mugica, el payaso Firulete, el cura Carlos Cajade, la flaca Rossetto, Leonardo Favio... El encuentro con Ulises Barrera, un maestro del periodismo, sus relatos boxísticos eran en verdad una excusa para la crónica social. Lo recuerdo emocionado contando sus últimos encuentros en la cárcel con Monzón, o a Osvaldo Bayer, mirándose en el espejo de una foto donde tenía apenas 20 años y diciendo: «Tendrías que haber amado más».

–¿Qué técnicas utiliza en este ciclo?

–En cada programa hay una búsqueda que tiene que ver con la condición humana, son diálogos en profundidad, trabajo con una estructura de entrevista que toma conceptos de la historia de vida en términos antropológicos. Utilizamos una serie de recursos, por caso el uso de fotos del álbum familiar, la apelación a la genealogía de los personajes. No son programas que se graban en serie, rapidito y salen con dinámica en vivo, sino que se producen mucho, hay una investigación previa de los personajes. Para mí es también un homenaje a la entrevista, donde el lugar del conductor es propiciar la mejor manera de contar una historia, donde lo que yo hago para desplegar mi oficio de entrevistadora es lograr que el personaje encuentre primero la confianza para dejar de ser personaje y ser persona, aún delante de la cámara. Y segundo, para llevarlo a los núcleos centrales tanto en la historia personal como en ese cruce con lo colectivo.

–No está pensando en el rating...

–No, claro que no. Te das el lujo del silencio. Con el Chango Spasiuk fuimos a Misiones, estuvimos en la carpintería donde el papá y el tío fabricaban violines, un taller de luthiers maravilloso. El Chango estuvo (siempre lo digo porque estoy orgullosa), un minuto y cinco segundos en silencio mirando una imagen. Ese el ejercicio con el que terminamos habitualmente el programa, confrontar al personaje con una foto de otro tiempo, es una suerte de juego de espejos dirigido a ver qué te pasa con el que eras y qué le pasará al que eras con lo que esperaba ser. Y él se quedó con un rostro, una mirada tan expresiva, un minuto y cinco segundos en silencio. Y nosotros lo bancamos. Cuando se editó el programa, se mantuvo ese rostro y esa referencia. La verdad, me parece que esas cosas las pudimos hacer en una tele pública, y en un espacio que tiene una búsqueda que sólo es posible en una tele que no está cruzada, ni por el rating, ni por el zapping, ni por la imposición del mercado.

–¿Cómo nace su vocación de realizadora?

–El puente para llegar a la realización audiovisual tiene mucho que ver con las ganas de un abordaje más complejo y más profundo de determinadas realidades que se nos habían aparecido trabajando desde el periodismo. Y en 2001, Cecilia, una monja misionera coreana, me llama por un caso de gatillo fácil que hubo en la Villa Itatí, donde asesinaron a Carlos, un cartonerito de 15 años, que era miembro de la cooperativa naciente. Le dije a Andrés, el co-director de Ojos que no ven, vamos a Itatí, porque era el sepelio del cartonerito. Iban a convertir el sepelio en una gran marcha de protesta encabezada por el coche fúnebre y atrás todos los carros de los cartoneros. Una hilera enorme, con carros tirados a caballo, partieron de Villa Itatí y llegaron al cementerio de Avellaneda. La verdad, esa columna abriéndose paso en el medio del acceso sudeste, con los autos esquivándolos, con los carteles que pedían justicia para Carlos, fue una imagen muy impresionante por todo lo que decía sobre ese momento de la sociedad argentina. Y entramos al cementerio, los acompañamos, grabamos la despedida, después grabamos una quema de gomas que se hizo frente a la villa continuando con el reclamo. Y decidimos hacer la película Cartoneros de Villa Itatí.

–¿Fue su primera experiencia?

–Sí. Entre otras cosas, me demostró mis limitaciones. Yo soy periodista, centralmente soy periodista, y aparecieron mis propias limitantes expresivas, con lo cual sentí una profunda necesidad de estudiar. Entonces, hice cursos de realización en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, que fue una experiencia muy valiosa, por el curso y por el contacto con compañeros de todas partes. Y a partir de ahí se fue generando un camino, después hicimos Un claro día de justicia, que me causó una sensación ambivalente. Por un lado la sensación reparadora de cualquier acto de justicia. Eso fue la condena de prisión perpetua a Echecolatz, para las víctimas en términos subjetivos y también para la sociedad. Pero la contracara es la impunidad por la desaparición de López, que me deja un sabor profundamente amargo y de impotencia. Cada vez que por alguna razón veo la película, allí está Julio López en los relevamientos que se hacían a los centros clandestinos, con su gorrita, con su obsesiva recapitulación de cada detalle. Ves el reconocimiento en la Brigada de Avellaneda. Allí está Jorge Julio López, reconcentrado, revisando cada rincón, evocando momentos, recordando nombres. «López, pare de recordar, pare de recordar», le dice en un momento el juez Carlos Rozanski. El secretario del tribunal no llegaba a tomar nota. Y López no paraba de recordar.

–¿Cómo se sintió al filmar el juicio?

–Respecto de los acusados, mostrarlos de frente, ver sus rostros y sus gestos es importante en términos de la condena social a estos personajes. Pero también porque nos enfrenta a su humanidad. Sería mucho más tranquilizador verlos como monstruos. Pero no. Son personas que han perpetrado o consentido hechos atroces. Y forman parte de nuestra sociedad. Y no sólo son integrantes de fuerzas de seguridad. Son gremialistas, jueces, abogados, funcionarios… Eso también se ve en el documental. Y nos inquieta porque es un espejo en el que preferimos no mirarnos.

–¿En qué circunstancias surgió la idea de Ojos que no ven?

–Los tres documentales nacieron de una conmoción. Cartoneros de Villa Itatí, de la conmoción del caso de Carlos y de la Asociación de Cartoneros. Un claro día de justicia, por la conmoción de la desaparición de Julio López. Y Ojos que no ven, por la conmoción que nos produjo ver las condiciones en que sobrevivían los presos de la Provincia de Buenos Aires en ese tránsito que hicimos por Olmos, Alvear, la Unidad 9 y otras. Y nace también de la voluntad muy fuerte de tratar de que ese sistema que garantiza los mecanismos de la propia impunidad dejara de serlo un poco menos, que nuestro trabajo fuera un ojo de la sociedad que abría una ventana y ofrecía una pintura bien diferente de la que se ve en televisión.

–¿Qué opina acerca de las actuales formas televisivas de abordar estos temas?

–La mirada sobre las cárceles que está por ejemplo en los productos de Endemol, que también hace Policías en acción, blanquea a las fuerzas de seguridad, y la encontrás también en otros programas y noticieros. Muchas de esas miradas son las que se regodean en la cultura «tumbera» desde la perspectiva de cierta clase media porteña que fisgonea el universo de lo marginal. Y ese fisgoneo se detiene en un conjunto de aspectos que definen la cultura carcelaria y que además terminan banalizando situaciones que le cuestan la vida a la gente, porque los que mueren son seres humanos. Esa mirada me rebela porque yo conocí la cárcel real, y quizás uno puede ser optimista y decir hay mucha gente que no sabe lo que pasa dentro de las cárceles, si lo supiera desearía que las cosas fueran distintas. Entonces apostemos a una sensibilización de una porción de la sociedad que no ve porque no puede ver. Porque claramente hay un sector de la sociedad que no quiere ver.

–¿Cómo le impactó ganar el Festival de Cine y Derechos Humanos, y hacerlo con el veredicto de los dos jurados, el de la competencia y el de las propias detenidas de Ezeiza?

–Todos los reconocimientos sobre el trabajo de uno son un aliento, pero en un trabajo como Ojos que no ven, que tiene una clara intención de intervención política, el reconocimiento tiene un valor político enorme, un subrayado sobre el tema que incorpora la valoración artística. El jurado es muy respetable, por sus trayectorias y sus producciones, pero que las mismas chicas de Ezeiza nos eligieran tiene un valor inigualable porque se sintieron representadas por la película. Yo ahí me dije: misión cumplida. Porque la idea era que la película documentara «esto es la cárcel». Y el segundo objetivo era hablar sobre sus trayectos de vida, y ellas también se sintieron identificadas. Fue muy emotivo que lo dijeran ellas allí, con el Servicio Penitenciario Federal en la puerta.

–El panorama desolador que usted recogió en las cárceles, ¿admite alguna posibilidad de transformación?

–Es que precisamente, si en este contexto de condiciones de vida inhumanas, naturalización de la tortura y la muerte, y uso y abuso de la prisión preventiva, comenzó a funcionar el Comité contra la Tortura de la Comisión por la Memoria, es porque apostamos a una lucha. Todavía recuerdo bien la primera inspección. Fue en mayo de 2005. La encabezó Adolfo Pérez Esquivel en la Unidad 9 de La Plata. Él fue preso político y estuvo detenido allí. También repaso un acto que hizo la Comisión en el patio de esa misma unidad el 24 marzo del 2006. Se cumplían 30 años del inicio de la última dictadura militar. Hacer el acto allí y dar la palabra a los detenidos fue una forma de afirmar con toda convicción que la memoria tiene que servirnos para iluminar este presente y transformarlo. A mí me gusta pensar en un universo donde las cárceles no formen parte del proyecto. Aunque si ahora fueran sanas y limpias ya sería un gran avance. Hoy las rejas son el horizonte de una sociedad que expulsa cada vez más, mientras que algunos se encierran en los countries y pretenden no ver el despojo, la humillación y el sufrimiento. Y la verdad es que ese horizonte, tan triste, no puede formar parte de mis sueños.

Oscar Castelnovo



«No es cualquier mar»

«Nací en Necochea, soy provinciana, tengo una identidad muy fuerte de mar, porque además nací en un casa que está a una cuadra de la playa, me asomo a la ventana de mi dormitorio (digo mío, porque mis viejos aún viven allí) y lo escucho, y no es cualquier mar, es el poderoso Océano Atlántico. Y uno se da cuenta de lo constitutivo que es de su persona ese mar recién cuando se va», reflexiona Cacopardo.

–¿En qué la constituye?

–Lo siento como un espacio donde me encuentro, tomé muchas decisiones sentada frente al mar, del mismo modo que nos constituyen ciertos olores o ciertos afectos. Extraño esas olas.

–¿A qué jugaba?

–Las muñecas mucho no me gustaban, era bastante machona, como decía mi mamá. Me encantaba treparme a los árboles. Tenía hermano y primos varones y yo era la más pequeña, y me parecían más divertidos los juegos de mis primos que los de las nenas. Hice mucho deporte, voley, pelota al cesto, handball, tuve un dilema vocacional muy fuerte: si iba a venir a La Plata a estudiar Periodismo o Educación Física.

–¿Por qué eligió el periodismo?

–Entendí que una cosa era que me gustase mucho el deporte y otra era que eso fuera mi oficio en la vida. Siempre tuve mucha curiosidad por el mundo de los otros, me gustó escuchar, andar, esto cruzado con que para mí la radio era una suerte de magia que me encantaba, ese fue uno de mis juegos más tempranos. Con una amiga improvisábamos un programa de radio con dos grabadores, poníamos las cortinas, música y yo entrevistaba. Y ya a los 15 años me iba a escuchar los programas de radio que se hacían en LU13 Radio Necochea, la única AM que había. Iba y me instalaba, en algún verano hasta hice colaboraciones con la radio. Fue una de las cosas que más me decidió a estudiar periodismo. Y al final no hice radio, los caminos de la vida me fueron llevando más a la tele, a lo audiovisual, pero en el origen estuvo la radio.

(Agradecemos a la revista Acción, donde originalmente se publicó esta entrevista))

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